sábado, 12 de febrero de 2011

Tres metros sobre el cielo...

Enmudece, sintiéndose golpeado como no lo ha sido nunca, aquello hace más daño que los mil puñetazos, heridas, caídas, más que los cabezazos en la cara, los mordiscos, los tirones de pelo. Entonces, haciendo un esfuerzo, busca su voz, la encuentra allí, en el fondo de su corazón, y la obliga a salir, a controlarse.
-Espero que seas feliz.


De algo estoy seguro. No podrá quererla como la quería yo, no podrá adorarla en ese modo, no sabrá advertir hasta el menor de sus dulces movimientos, de aquellos gestos imperceptibles de su cara. Es como si solo a él le hubiera sido concedida la facultad de ver, de conocer el verdadero sabor de sus besos, el color real de sus ojos. Ningún hombre podrá ver nunca lo que yo he visto. Y él menos que ninguno. Él, real, cruel, inútil, material. Se lo representa así, incapaz de amarla, deseando solo su cuerpo, incapaz de verla verdaderamente, de entenderla, de respetarla. Él no se divertirá con esos tiernos caprichos. Él no amará incluso su mano pequeña, sus uñas comidas, sus pies ligeramente regordetes, aquel diminuto lunar escondido, aunque no tanto, a fin de cuentas. Puede que lo vea, sí, qué terrible sufrimiento, pero nunca será capaz de amarlo. No de aquel modo.

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